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Chile, ese inasible malestar

2001

Ese inasible malestar

     "ESTA es una guerra de cuatro años, y si somos jóvenes comprometidos nos vamos a tener que levantar nuevamente el próximo año, si es que tenemos una derrota". Este comentario de Camila Vallejo del 10 de septiembre, ¿cómo lo interpretamos: como advertencia (no pierden), como provocación (no transan)? En el acta del plenario de la Confech realizado en la Universidad de Concepción hace un mes, el representante de la UTEM aparece llamando a "cambiar la lógica de las movilizaciones: marchar por los sectores donde viven los acomodados (cuicos, etc.)", esto definitivamente una bravata. A su vez, Sergio Grez, ex director del Museo Vicuña Mackenna (1997-2010), refiriéndose al movimiento estudiantil sostiene que "ellos son y seguirán siendo el elemento decisivo, como es la infantería en la guerra, considerada tradicionalmente como la 'reina de las batallas'". Reina en sentido bélico ajedrecístico.

     Podría consignar decenas de declaraciones de igual calibre, las hay diarias, que si bien confirman hasta qué punto las tácticas de trinchera y barricada han estado primando, no queda claro qué relación guarda esta radicalización y empoderamiento de los jóvenes con ese otro sentir, también colectivo, inasible,  no inducido, el del malestar. Porque no son lo mismo, y si se les confunde, bueno, hablemos mejor cuando impongan sus términos; según Grez: asamblea constituyente, refundación de la República, "soberanía efectiva de los pueblos", nacionalización del cobre y lo que discurran: son delirantes.
El malestar con el modelo consensual político, económico, y social, a su vez, viene siendo diagnosticado desde, a lo menos, 1997, de antes de confirmarse la crisis económica, desde la derrota de la Concertación en las parlamentarias. De hecho, fuimos muchos que, a diez años del plebiscito, advertimos que si no se producían cambios urgentes, podrían producirse reventones sociales. El entorno del candidato y luego presidente Lagos conocía perfectamente ese diagnóstico (vid. Sergio Marras, Chile, ese inasible malestar, 2001).
¿Qué pasó? Por de pronto, Lagos casi no llegó a La Moneda, y si llegó fue gracias al PC, al igual que Bachelet. Su evidente viraje a la derecha, fruto del temor a la derecha UDI y a la izquierda extraconcertacionista, los llevó a afincarse en un centrismo inmóvil y a sofocar cualquier crítica. Se castigó a la generación de los 80, se insistió en un sesgo tecnócrata, y a los críticos independientes se nos acalló duramente. A lo sumo, compensaron algo a la izquierda populista, fomentando un discurso antielitario; Bachelet en eso más coqueta que Lagos.
     Con todo, la izquierda dura jugó la carta de la paciencia; sabían que a la hora de los quiubos (segundas vueltas) la Concertación dependía de ellos. Se atrincheraron en las universidades públicas, dejadas a su suerte, decaídas, sin pluralismo interno (académicos de derecha y centro han emigrado), con autoridades quesillo cooptables, obsesas con cuestiones de plata. Esperaron, agitaron. El pingüinazo marcó pauta: educación=grito y plata. A Frei se le quitó piso, fue torpe, y se apostó a que un gobierno de Piñera, de derecha, le fuera peor, pudiendo volverse inmanejable la situación para La Moneda. Llegamos al año 2011, cosecharon y aquí estamos. No son ningunos genios.

Alfredo Jocelyn-Holt, Diario La Tercera 17 de septiembre de 2011

La paciencia tiene límites

       En la década de los noventa nos invadió el orgullo. Sin estar conscientes del cómo y del por qué, nos subimos al carro de la victoria y tomamos en nuestras manos el estandarte que había que llevar, la imagen imponente del Tigre Americano. Los resultados macroeconómicos habían superado todas las expectativas y parecía que por fin nos encaminábamos a paso firme en la tan esquiva senda del desarrollo. Al menos eso fue lo que nos "dijeron". Y lo creímos a pie juntillas. La receta mágica del éxito económico inauguraba un tiempo esplendoroso y comenzábamos a sentirnos eximidos de la secular maldición sudamericana que había echado por tierra todos los intentos anteriores de modernización. El modelo ya no parecía tan perverso y ni nos molestamos en tomar cierta distancia de nuestro nuevo apodo: los jaguares. Le tomamos el gustito el asunto. Mejor dicho, estábamos en eso cuando vino el tiempo de las vacas flacas. El final lo conocemos muy bien, nuestro tan venerado Faúndez se quedó sin plata.

        Los lamentos proliferaron. La imagen del jaguar devino en la de un gato desnutrido que tiritaba de frío. Desgraciadamente -y de nuevo-, no nos detuvimos a reflexionar sobre el origen de tan desgraciada metamorfosis. La apremiante situación nos devolvió a nuestra natural condición, aceptamos resignadamente el triste escenario y nos tragamos la impotencia. Apresuradamente, los mismos profetas del desarrollo anterior sacaron la voz y nos "dijeron" que la culpa la tenía el contexto internacional. Se dijo y se asumió. Pero la nostalgia de la "edad de oro" empezó a jugar en contra. La merienda de impotencia y frustración nos creó una gastritis cada vez más intolerable. Como de costumbre, no quisimos ir al médico y aplicamos remedios caseros. Pero el malestar persiste y no lo queremos escuchar.

        Qué esperamos, me pregunto, para pensar por nosotros mismos acerca del país que estamos construyendo. Acaso nuevamente vamos a esperar que surjan esas voces iluminadas expertas en recetar analgésicos. No será prudente, quizás, romper la imbecilidad y tomar una postura crítica ante las imágenes que nos venden y las cosas que nos dicen. Y desde ahí, por qué no, demostrar que la paciencia tiene límites.

        Es esa la invitación que nos hace Sergio Marras con su libro Chile, ese inasible malestar. Si bien su análisis de ese extraño sentimiento que pulula en nuestra sociedad se mueve en registros distintos a los que hemos planteado anteriormente, tiene la virtud de poner una voz de alerta dentro de la incoherente democracia de los "consensos". Un trabajo de investigación razonable y una lectura interesante de los resultados, le permiten a este sociólogo y periodista no dormirse en el diagnóstico desesperanzador y proponer algunas vías de solución. Lamentablemente, tiende a reproducir el escenario en que estamos envueltos: las alternativas tienen como principal actor al Estado y a los políticos, ofreciéndoles casi un decálogo de los esfuerzos que deben realizar para atraer -en beneficio propio- a esa cada vez más desintegrada sociedad civil. Un final que nos obliga a tomar cierta distancia del propio libro, más todavía si no perdemos de vista uno que otro párrafo que insinúa un oscuro coqueteo con el oficialismo.

        De todas formas, el libro actualiza un tema fundamental; el valor de la crítica y la necesidad de ella en tiempos de indolencia. Ojalá recojamos el guante. De lo contrario no sería extraño que nos siguiéramos sintiendo mal.

Andrés Estefane, 6 de abril de 2002

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