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Las ganas locas

1990

Revista de Libros Diario El Mercurio

"Uno No Vive Para Algo, Uno Vive No Más”

Ana María Larraín, 9 de noviembre de 1990

     Dice que no es un hombre de acción, pero a los 40 años no conoce el reposo. Con una vocación original de cineasta, publicista, fotógrafo y traductor “aficionado”, estudió en realidad sociología, aunque ejerce hasta hoy el periodismo, actividad que lo llevó un par de veces a la cárcel. Aquí se ambienta, precisamente, su primera novela («Las ganas locas», Editorial Planeta, 1990).

 

 

     Sus amigos lo definen como un ser talentoso y lleno de imágenes. ¿Sus enemigos? Cuesta, por cierto, achacarle enemigos a Sergio Marras, este “sardo” tozudo y retraído, observador y perspicaz. Como los campesinos de Cerdeña, de los que desciende por línea paterna y con quienes se ha sentido, a raíz de sus viajes, entroncado. Una familia como la de Padre Padrone, admite él con simplificadora agudeza, con la figura de una abuela potente contra la que debió en un tiempo luchar un para seguir su propio camino.

El camino de una creatividad marcada por el don raro de un humor en serio y por una lucidez de juicio no exenta de descreimiento, factor común de la generación del 70.  

 

     ¿Cuál es la sensación que lo embarga, habiendo entregado al público su primera novela?

—Una sensación de descanso. Estoy muy consciente de haber escrito mi primera novela (enfatiza), lo que significa que trabajé en ella lo más que pude y como mejor pude. Sin respiros... Corregí mucho y habría seguido corrigiendo eternamente, si no hubiera sido por la editorial, que empezó a “pitear”. Además... ya era hora de dar vuelta la hoja.

 

     ¿Aceptaría que Las ganas locas es una novela política?

—¡No, por ningún motivo! No es para nada una novela política. Ahí hay individuos, hay personas que sienten cosas muy distintas. Hay una pluralidad y una diversidad que no tiene que ver con esquemas sociales ni políticos. Lo único, claro, es que la historia transcurre dentro de una historia, y que entre ambas existe una relación.

     

     Usted estuvo preso, según entiendo, acusado de injuriar la imagen de Pinochet en su editorial de la revista Apsi, donde es director adjunto. ¿Diría usted que escribir la novela sobre este tema significó una especie de catarsis?

—(Tras un breve silencio) ... No. Porque no podría decir que la mía fue una experiencia “dramática”. Me carga dramatizar la historia. Y, además, yo estuve preso casi todo el tiempo en Capuchinos, que es una cárcel muy especial.

 

     ¿Una especie de internado, quiere decir?

—Bueno. No exactamente (irónico). Estás privado de tu libertad y si unes la sensación de estar preso a la sensación de injusticia, que en mi caso era muy fuerte... (enmudece). Pero en fin, me abrió las puertas a un mundo que, de otra manera, no hubiera podido penetrar. Ahí tú convives con gente, conoces sus problemas reales, duermes con ellos, ¡todo! Y eso transforma el lugar en un escenario muy rico: observas a los personajes y sobre eso puedes desarrollar una temática.

 

     ¿Tuvo miedo, mientras permaneció allí?

—No. Miedo, “miedo”, no. Lo que sí tuve fue mucha rabia (le tiemblan, imperceptiblemente casi, las aletas de la nariz). Estar preso por una expresión de humor en una editorial era, a fin de cuentas, una gran injusticia. Y la injusticia a uno le provoca rabia.

 

     ¿Cómo canaliza habitualmente su rabia, cómo la canalizó en ese momento?

—A mí me cuesta mucho que me dé rabia. (De pronto se relaja... y ríe, respirando profundo). Yo, en general, soy muy poco expresivo. Soy una persona más bien introvertida y... además, me expreso muy mal hablando. Mi medio natural de expresión es la escritura. En la revista, en hojas sueltas, en apuntes, ¡donde sea!

 

     ¿Qué fue para usted lo más agobiante de esa convivencia?

—El no poder estar solo, lo que para alguien acostumbrado a eso —yo vivo prácticamente solo— es matador. Casi torturante, por decirlo con claridad.

 

     ¿Usted cree en la verdad?

—¿En qué verdad? ¿Tú crees en la verdad? (Suelta una risa larga, muy larga) ¡Tú crees que hay verdad! (Se queda pensando, mientras me mira como bicho raro.)

 

     ¡Pero cómo! ¿Tampoco hay bien y mal?

—Yo creo que hay grandes parámetros, que son muy relativos. Indudablemente que hay bien y mal; indudablemente que hay verdades que son más verdades que otras. Pero no son parámetros absolutos. La verdad es absolutamente relativa.

 

     No entiendo, entonces, cómo se puede hacer el periodismo “combativo” que usted ha hecho sin tener la certeza de que está luchando por lo correcto.

—... Es que ahí... ahí es donde te digo que no creo ya en las verdades absolutas. En algún momento tendí a hacerlo, pero... Ahora si tú me preguntas por qué luchar por cosas específicas, como en ese momento por la democracia... No era por luchar por una verdad, sino por lograr una situación donde las verdades —varias verdades— fueran posibles. En diversidad y pluralismo, sin represión, sin confrontación, sin imposición. ¡Sin verdades absolutas! Pero mi lucha no fue solitaria, yo no era un luchador especial (risas) ¡ni mucho menos un luchador de tiempo completo! Yo no soy un hombre de acción.

 

     ¿Y cómo puede tener la noción de lo que es justo o injusto, si piensa que no hay valores absolutos? ¿Entonces la justicia también es relativa?

—... No, yo no creo que la justicia sea relativa: la verdad es relativa, pero la justicia no lo es. La justicia está muy circunscrita a las reglas del juego, que se logran por acuerdo, pero... A pesar de leyes justas o injustas, se puede dilucidar exactamente qué es justo y qué es injusto.

 

     Mi pregunta apuntaba también a esclarecer otra duda: ¿para qué hacer lo que hace, si todo tiene un valor relativo?

—Claro, es que últimamente yo he llegado a un convencimiento: uno deja de vivir “para” algo. Uno vive no más. Y esto no implica que la vida carezca de sentido, sino que, a estas alturas, descreo de las grandes utopías que influyeron en mi generación. Nosotros vivimos en función de ellas, sin darnos cuenta de que estábamos bloqueando la historia con minúscula. Es decir, lo fragmentario, lo cotidiano, lo subjetivo, lo incierto. Yo he ido aprendiendo a dejarle espacio al sinsentido, a lo irracional... ¡a las ganas!

 

     ¿A “las ganas locas”?

—(Se ríe) ¡Claro! Ese es el título de mi novela. ¿Por qué? ¿Por qué hacer las cosas? Porque quieres, porque se te da la gana. ¡Y punto!

 

     Pero es que las cosas se hacen por algo. ¿Por qué escribió su novela, por qué hizo Macías, por qué los Fotopoemas sobre Parra, por qué?

—¡No me preguntes! ¿Por qué cosas tan diversas, por qué salió esto y no lo otro? ¡No sé! No tengo idea. Yo soy muy poco racional. Las cosas me han ido saliendo así y siento que el final ha sido bueno.

 

     ¿En qué sentido? ¿Y bueno para quién?

—Bueno para mí, en el sentido de que yo en la novela me siento muy cómodo. Tanto, que tengo ganas de seguir en eso. No estoy escribiendo todavía, pero ya tengo la idea de mi próxima novela lista.

 

     ¿Y qué tiene el género narrativo que lo hace sentirse tan cómodo?

—Que yo manejo las riendas, que yo voy arriba del caballo.

 

     ¿Qué es para usted la novela?

—Un método de exploración de la existencia. ¿No es Kundera el que dice que la novela es un modo de conocimiento? Bueno, yo estoy plenamente de acuerdo. Ciertamente, hay un espacio concomitante con el periodismo, sobre todo con la entrevista, que es lo que yo hago ahora. Pero la literatura tiene la ventaja de que tú puedes indagar sin ninguna cortapisa. Puedes descubrir cosas nuevas, mundos totalmente distintos, asociando lo nunca asociado. Y, con suerte, puedes llegar a pequeñas “revelaciones”. No me gusta la palabra, pero... Ese es el sentido último de la literatura.

 

     ¿Y cómo enfoca usted la actividad literaria?

—Como un juego de señales con espejos. Uno las envía, otro las recibe, otro “alguien”, las refracta en algún momento. Eso es lo lindo que tiene la literatura. De repente, ¡pum! alguien te contesta.

 

     A usted le gusta estar solo. ¿Dónde escribe, si tiene mujer e hijos por ahí dando vueltas?

—Aquí en mi oficina. Me vengo normalmente muy temprano y trabajo de siete y media a nueve y media. Tengo el computador, que me instala en otro mundo.

Porque no sólo necesito silencio, necesito también de la lucidez matinal para trabajar. Si no, no puedo. Yo, en la tarde... soy otro.

 

     ¿Un estropajo, desde el punto de vista energético?

—¡Bueno! (Divertido). Ponlo así, si quieres. Lo cierto es que en la tarde leo, veo películas, oigo música. Prefiero absorber más que expulsar. Y la noche es para mí un buen momento de cocimiento.

 

     Su novela está muy acotada a la realidad. ¿Le parece importante la fantasía?

—La fantasía trae la imaginación, pero la literatura es mucho más que eso. Lo importante es concretizar, armar, comunicar sin restricciones, creando otras realidades. Realidades que son tales sólo porque escribes lo imaginado.

 

     ¿A qué restricciones se ve enfrentado ahora?

—Vivir es una permanente restricción. Vivir las cosas de a una es la tragedia del ser humano.

 

     Se ha recalcado bastante la posible identificación entre usted y su personaje Morandi. ¿Nota usted algunas diferencias, sin embargo?

—Tal vez hemos vivido un proceso a la inversa. El llega a la cárcel porque hace muchas cosas, participa y se involucra a fondo. Es un introvertido, sí, pero lanza las cosas a medida que le van sucediendo. Hasta que poco a poco se va transformando en un observador. Y yo me he considerado siempre un observador. Mi quehacer se relaciona con la observación... ¡Aunque en lo demás, claro, trato de pasarlo lo mejor posible!

 

      Lo mejor posible, ¿haciendo qué?

—Últimamente, desde hace unos cinco años, descubriendo pequeñas cosas, conociendo, en la acepción más amplia de la palabra. Desde un libro que no había leído antes hasta mecanismos míos o de los demás —mecanismos vitales— que había pasado por alto. (Se queda callado, y luego dice, con humor y timidez). ¡Ahora hago cosas de adolescente y antes, cuando era más joven, hacía cosas de viejo! Por primera vez siento que no tengo ante mí un futuro hecho. Yo, un desconocido. ¡Rico!

 

     Parece que su optimismo de vivir está intacto...

—(Suelta una risa) ¡Más bien, las ganas! El buen optimismo es el pesimismo ilustrado, el pesimismo bien informado. Un optimismo hueco, como el de Cándido de Voltaire (a quien dedica su libro) te lleva a las más grandes perversiones. Cándido dice que el optimismo “es la manía de sostener, cuando todo va mal, que todo va bien”...

 

     La última esperanza de Morandi, su alter ego novelesco, era, según usted, el amor. ¿Qué papel juega el amor en la vida de Sergio Marras?

—Un papel fundamental. Lo que pasa es que cuesta entender el amor, sobre todo el amor de pareja. El amor erótico tiene sus trampas.

 

     ¿Cuál, si se puede saber?

—(Reflexionando). El amor no puede ser posesión... ¡pero esto es teoría, teoría pura! (Risas). Al final, tiene que ver con posesión, también. Pero lo difícil es que, en el amor de pareja, lo que a veces es sí, a veces es no: la sexualidad, la convivencia absoluta y posesiva, el alucinarse con el otro, el estado angélico de enamoramiento. Y la otra trampa del amor es que el amor se acaba.

 

     ¿Por qué se acaba el amor, usted que tiene experiencia?

—Yo no creo en el amor no correspondido. En general, no se ama en abstracto, sino muy en concreto y por algo específico. En la pareja, tiene que haber correspondencia. No “intercambio”, ¡ojo!... pero sin correspondencia, el amor se acaba.

 

     “La vida con amor es bella/ pero es más bella sin amor”, dice Nicanor Parra. ¿Puede ser el amor realmente “la última esperanza” para alguien?

—Yo creo que vivir sin amor es imposible, no más. (Con los ojos muy abiertos).

 

     A propósito de Parra: usted ha reconocido su influencia. ¿Hay algún otro personaje que lo haya marcado en forma tan decisiva?

—Dos personajes han marcado mi mundo: Nicanor Parra, en efecto, y John Lennon. Pero la presencia de Lennon es más vital que literaria. En cambio, Parra me enseñó la distancia por el humor. Yo siempre había mirado las cosas con una cierta ironía, pero mi educación jesuítica me había entregado una visión muy rígida de las cosas. Y Parra, con su afán de “arriscarle la nariz al lenguaje”, me produjo un impacto muy grande.

 

     ¿No hay narradores en las preferencias del novelista Marras?

—No. Reconozco la huella de otros poetas, como Ginsberg y, más atrás Whitman, pero en narrativa fui muy generacional, muy fome para mis lecturas. Aparte del boom, especialmente de Cortázar, me entronco directamente con la música popular y las demandas de sus letras.

 

     ¿No se arrepiente, por ejemplo, de haber leído tarde a Proust o a Flaubert?

—(Se ríe, suave) No, fíjate. La gran literatura decimonónica me gusta mucho, pero llego a ella en forma casi profesional. La leo con ojos de escritor más que de lector. Mi conocimiento vital se armó en la otra cocina.

 

     Finalmente, ¿por qué se demoró tanto en llegar a la literatura?

—Por cosas meramente coyunturales. Estudié sociología y periodismo, pero nunca ejercí lo primero, porque siempre me atrajo el mundo de las imágenes. Hice fotografía muy en serio, fui guionista de televisión y, mientras estuve en España después del golpe, sobreviví como pude, aunque siempre quise hacer cine. A los 26 ó 27, listo ya para definir mis cosas, había decidido que quería escribir. Sabía que me iba a demorar un poco, pero sabía, también, que lo iba a lograr. Porque la literatura abarca, en verdad, un mundo infinito.

 

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Diario La Nación

"¿Quién dijo que la ficción no era verdad?"

Mili Rodríguez Villouta, 30 de diciembre de 1990

     El prolífico autor acaba de sacar un premio en La Habana por su documental “Los niños de septiembre”. El año que termina fue también el de su primera novela, “Las ganas locas”.

 

     Hace unos años, alguien llegó a la revista Apsi a vender un archivo de dudosa procedencia que contenía fotos inéditas del ex Presidente Salvador Allende. La revista publicó gran parte de ellas, pero también tuvieron un destino distinto: servir de soporte al documental Los niños de septiembre.

     El autor, Sergio Marras tiene 40 años y es director adjunto de Apsi. Sociólogo, periodista, fotógrafo y escritor, Marras acaba de recibir en La Habana, Cuba, el premio “Abril”, que entregan cada año organismos juveniles cubanos a través de la revista El Caimán Barbudo, precisamente por su documental. Según el jurado, el filme reconstruye “la imagen de un hombre en la mente de quienes se vieron obligados a olvidarlo”.

     Marras indica que “lo que quería era ver qué le pasa a alguien que era un niño en septiembre de 1973 si se encuentra con esas fotos”. El documental tiene como base el testimonio de catorce personas que entonces eran niños. “A mí me interesaba que fuera gente que hubiera visto el golpe por la ventana... que no fueran directamente afectados, ni a favor ni en contra; ése era el Chile mayoritario”, dice Marras.

     El año que se termina es también el de su primera novela, Las ganas locas. Antes publicó Diario Brujo, en 1981, al que define como “objeto visual literario”; Maclas, Ensayo general sobre el poder y la gloria, un monólogo editado en 1984; la obra teatral La lagartija en la muralla (1986); Fotopoemas (1986), un conjunto de poemas de Nicanor Parra contrastados con fotografías de Marras. Y dos exitosos libros de entrevistas: Confesiones (1988) y Palabras de soldado (1989).

     Cuenta Sergio Marras a LA NACION que en Los niños de septiembre hay una secuencia en que se ve pasar el auto de Allende y a medida que transcurren los segundos van acercándose al primer plano unos militares a caballo. Uno de esos militares es Pinochet. Explica Marras: esa secuencia es de un fotógrafo anónimo, que la hizo de puro aburrido. Pinochet no era conocido en ese momento, debe haber sido el jefe de la guarnición de Santiago... Ahí fui descubriendo secuencias completas. Pero la intención no era hacer una biografía ni una apología. De hecho a muchos allendistas no les gustó el documental. ... La narradora —María Izquierdo— es una cineasta que intenta armar esos “rollos”. A través de esa ficción, se articula la verdad del documental. Porque ¿quién dijo que la ficción no era verdad?

     ¿Es verdad?

—Puede parecer contradictorio, pero el periodismo cuenta la verdad o debería hacerlo, y la ficción “hace ” la verdad. La ficción es un instrumento de conocimiento de la verdad. Permite ciertos cortocircuitos que te llevan a una realidad más profunda.

 

“A mí me llamó siempre la atención y todavía es un misterio que vivo plenamente, el misterio de la identidad. Siempre me alucinó esto de los roles que cada uno puede jugar. No sé si viste una película de Antonioni... El pasajero, con Jack Nicholson: un tipo que decide tomar otra identidad. A mí eso me lleva rápidamente a la fotografía. Y el fotógrafo de alguna manera es la antiidentidad, es el observador per se."

     No es el protagonista, aparentemente...

—Exacto, a mí me cuesta mucho ser protagonista. Por eso el papel de fotógrafo me quedaba muy cómodo, porque el fotógrafo nunca es contrainterrogado. Es solamente una mirada. Nadie lo asume como personaje, sobre todo en Chile.

     ¿La fotografía es lo que más lo ha dejado en paz consigo mismo?

—Yo no sé si en paz, nunca he quedado en paz conmigo mismo. Cuando uno está en paz consigo mismo es cuando logra su identidad; y a mí me cuesta mucho quedarme ahí.

     ¿Cuando ha logrado una cierta “foto” de sí mismo la pone en movimiento?

—Claro. Yo he estado doce años en esta revista (en Apsi), doce años importantísimos de mi vida, y ahora siento la necesidad personal, absolutamente

personal, de dedicarme a otra cosa.

     ¿Dedicarse a la literatura?

—Sí, pretendo que sea la literatura, y otras cosas también. Yo no creo tampoco en el escritor que se encierra y se sienta a escribir, creo que el escritor necesita estar permanentemente realimentándose. Y eso está evidentemente afuera.

     ¿Por qué esos saltos de la fotografía al periodismo, al teatro...?

—Mi hipótesis es que yo he andado buscando cosas con las cuales identificarme. Y cuando las logro, se me produce el problema de la quietud de la identificación y tengo que volver a hacer otra cosa. La fotografía fue entre los 18 y los 25 años mi lenguaje. Todos esos años estuve Haciendo fotos, era mi manera de comunicarme con las cosas, mi ser en el mundo.

     ¿Y hubo una ruptura con la fotografía?

—Yo diría que la apacigüé. Empecé a estar más en el periodismo escrito, eso fue cuando volví a Chile en el año 1978, y terminé en esta experiencia fascinante de crear una revista democrática en dictadura...

     ¿Eso ha significado moverse en el límite del lenguaje, en el límite de lo posible?

—Sí. Durante mucho tiempo, por lo menos hasta el año ’88. Para mí, la narrativa —y no me refiero solamente a la narrativa literaria—, cualquiera sea su realización última, su verbalización,  es una herramienta de conocimiento del mundo. Y es una manera que prácticamente no tiene límites. Tú puedes asociar lo nunca asociado, puedes decir lo nunca dicho si tienes suerte, digamos. Pero en el periodismo, el que no pudiera decir todo lo que se sabía ni todo lo que se quería decir, obligaba a moverse en el filo. A contar con la doble lectura, con la permanente complicidad del lector.

 

“Yo intenté hacer en El Diario Brujo algo como el negativo de la verdad posible. El negativo tiene una sensibilidad mucho mayor que el papel. Porque es una primera toma, una toma directa. El periodismo que hacíamos era muy parecido a ese negativo. Allí estaba toda la verdad, pero al imprimirla, pasaba por el filtro de lo no narrable: entrábamos en el terreno de lo inexpresable”.

 

“Eso es muy impresionante, sobre todo cuando tu profesión es develar cosas. Hay una frase del Diario Brujo que dice: “La verdad: negativo de una frase imposible en positivo”. Eso fue el año ’81. Fueron justamente los años en que empieza la represión contra las revistas, cuando cerraron Apsi por primera vez. Nos movíamos en la franja de lo indecible. Llamaban por teléfono para decir esto no se puede decir...

 

     ¿Era un juego de inteligencia moverse en esa franja?

—Yo no sé si de inteligencia o de guata, diría yo. Era una cosa muy intuitiva, no sé si tenía que ver con la razón.

     En su etapa de fotógrafo, usted estuvo en la India. ¿Le interesaba la estética de esos lugares?

—Más que la estética que ahí se producía, lo que más me fascinaba era eso del ser en el mundo a través de la mirada. Creo que es lo que marca mi vida hasta ahora. El ser una mirada, una mirada que no altera lo que mira.

     ¿En su novela también hay esa búsqueda?

—Indudable. Sólo que a través de otros medios, acaso más difíciles. La novela es una forma de ir haciendo realidad. Porque yo me niego a pensar que la ficción no es realidad. Creo que la ficción una vez que la armas, existe, te afecta, es real.

     ¿No ha frecuentado ningún esoterismo?

—No. Yo he tenido una formación muy racionalista. Creo que la gran restricción, la gran limitación del ser humano es tener que vivir las cosas en fila india. Tiene que recibir un momento después de otro, y son momentos profundamente selectivos. Hay que estar optando permanentemente. Yo he vivido a concho la restricción. Decir estoy viviendo aquí, pero podría estar viviendo en otra parte. Estoy escribiendo este libro, pero podría estar escribiendo otro...

     Usted ha escrito dos libros de entrevistas sobre militares. Que en cierto modo es como atreverse a correr el tupido velo, a indagar en terreno ajeno. ¿Qué significado le atribuye a esas entrevistas ahora?

—Bueno, yo no le llamaría entrevistas a militares. Son más bien entrevistas al poder. Uno contiene entrevistas a cinco disidentes que en otro tiempo tuvieron cargos muy importantes en el gobierno militar. Y las otras son cuatro entrevistas a generales de Ejército que fueron pinochetistas y dos de ellos son disidentes. Eso es parte de un trabajo con la materialidad del poder. Nuestra visión del poder es bastante paternalista, no asumimos que quienes tienen el poder están generados de alguna manera por el colectivo...

     ¿Se siente comunicado, después de todo?

—En general sí. Yo creo que estos son procesos muy largos. Es como una especie de juego de espejos en los cerros, o en medio de grandes multitudes, y de repente alguien por ahí te contesta una señal. Y puede ser mucho después, años después. De repente te pasa que ves muchas señales de vuelta. Una vez me avisan que van a montar mi obra en Argentina, en Córdoba. Yo llego por casualidad, por pura casualidad, el día del estreno. Voy caminando por el teatro Municipal de Córdoba y de repente oigo una voz que estaba ensayando lo que yo escribí... Y la voy escuchando por los pasillos, por un lugar que no conozco, en un teatro que no conozco, en una ciudad que no conozco.

 

 

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